El origen de nuestros pueblos

12/12/09 .- http://www.deia.com

Una amalgama de consideraciones políticas, económicas, bélicas, sociales e incluso religiosas explica la conformación, a lo largo de toda la Edad Media, de los actuales núcleos urbanos de Bizkaia

Cuando hace casi mil años, Eneko López recibió el gobierno del condado de Bizkaia de manos del rey García, de Pamplona, la mayor parte de los pueblos y barrios que hoy conforman el territorio histórico ya existían, aunque eran diferentes a los actuales. Con el paso del tiempo se fueron transformando, sustituyendo unas casas por otras, ensanchando los núcleos habitados, ampliando los espacios de cultivo, instalando industrias y centros urbanos. En fin, adaptándose a nuevas estrategias productivas o residenciales.

A comienzos del siglo XI, Bizkaia era una demarcación administrativa del reino de Pamplona, uno de los más importantes del momento, temido por los musulmanes y respetado por las monarquías vecinas. Esa demarcación, más reducida que la actual, se extendía entre el Ibaizabal y el Cantábrico, y entre el Nervión y el Deba, quedando al margen las actuales Encartaciones y algunos valles interiores situados al pie de la divisoria de aguas, como el de Orozko.

LAS PRIMERAS ALDEAS En toda Europa Occidental, el crecimiento demográfico y económico iniciado en torno al año 800 provocó que también en Bizkaia grupos de labradores y ganaderos levantaran pequeñas aldeas, abriendo claros en los bosques, en las laderas de las montañas, en los abrigos del litoral o en los bordes de los valles. Para ello tuvieron que roturar tierras y montes, crear prados artificiales, drenar las vegas y aprender a controlar los recursos naturales. Estaban, sin saberlo, sentando las bases del poblamiento actual y del paisaje que hoy contemplamos.

En origen, estas aldeas estaban formadas por unas pocas caserías familiares que integraban diversas construcciones utilizadas como vivienda, almacén, taller, lagar, cuadra o corral, separadas entre sí por pequeños huertos de berzas, legumbres o manzanos. Para su construcción se emplearon técnicas simples y los materiales que el medio proporcionaba: madera para levantar las paredes y brezos u otros arbustos para cubrir el techo. Ninguna de estas caserías se conserva. De hecho, se conocen por la arqueología, por las trazas que, una vez abandonadas, han dejado en el suelo. Así, en los alrededores de la parroquia de Gorliz los arqueólogos han detectado agujeros de postes, rozas en la roca, rudos empedrados o acumulación de cenizas identificados con los edificios de las antiguas caserías y con los hogares que emplearon para cocinar y calentar las viviendas.

Con el paso del tiempo, en los albores de la Edad Moderna (siglo XVI), estas modestas caserías fueron sustituidas por caseríos, muchos de los cuales todavía se mantienen en pie, construidos con cerramiento de piedra y cubiertos con un tejado que acogía en su interior la totalidad de las instalaciones necesarias para la subsistencia de la familia, que hasta entonces ocupaban edificios independientes.

En la mayor parte de estas aldeas se construyeron iglesias por iniciativa de los propios vecinos, de las autoridades locales, de los condes de Bizkaia o de los reyes. Los cimientos de éstas todavía se conservan bajo ermitas actuales, como demostraron los arqueólogos en Momoitio (Garai), Finaga (Basauri) o Gerrika (Munitibar), por poner unos pocos ejemplos. Gracias a sus trabajos sabemos que fueron construidas, a diferencia de las viviendas, con piedra, para perdurar por ser la casa de Dios, y que sus dimensiones eran reducidas, aunque algunas por ser propiedad de señores o reyes destacaban de las demás al tratar de imitar las formas arquitectónicas de las grandes construcciones promovidas por la monarquía astur-leonesa o por los grandes centros eclesiásticos del siglo X.

Así, reutilizadas en las ermitas de San Martín de Amatsa y Andra Mari de Goiuria (Iurreta), San Salvador de Zarandoas (Larrabetzu), San Pedro de Arta (Bolibar) o La Magdalena de Llona (Mungia), entre otras, se pueden observar ventanas conseguidas al horadar en un bloque de arenisca dos huecos estrechos, separados por una columnilla o parteluz sobre los que se perforaron otros tantos óculos o arcos circulares. En ocasiones, en los muros se colocaba alguna piedra con inscripción que conmemoraba la fundación del templo o su consagración, como la localizada en las excavaciones de Memaia (Elorrio), conservada en el Arkeologi Museoa de Bilbao, en la que se puede leer que un cargo eclesiástico, el presbítero Casiano, construyó la iglesia.

Fuera de la iglesia se situaba el cementerio, el lugar donde descansaban los antepasados de la comunidad. En ellos se constata variedad de prácticas funerarias, aunque el ritual dominante era el cristiano, según se observa en la forma de colocar los difuntos en el interior de las sepulturas (en posición de decúbito supino, mirando hacia el Este y sin ningún tipo de ajuar) o en las inscripciones que se grabaron en las estelas que señalizaban los enterramientos. No obstante, en ocasiones se constatan costumbres precristianas, como en el cementerio de Momoitio (Garai) y en otros cercanos (Zengotita, Andikona, Zenarruza, etc.), donde bastantes sepulturas se cubrieron con losas horadadas sobre las que se realizaron hogueras rituales y donde los fallecidos se enterraron con algunas cuentas de collar o dientes de animales a modo de amuletos.

En la Edad Media, la separación entre la morada de los vivos y la de los muertos no estaba tan marcada como hoy en día. De hecho, en los cementerios se reunían los miembros de la aldea para tomar decisiones que afectaban a la comunidad, como determinar los terrenos comunales que debían quedar en barbecho para evitar el agotamiento de los suelos, las especies que en ellos debían plantar o la forma de explotar los bosques que rodeaban la aldea. Decisiones que debieron transformar el paisaje, ya que exigieron aterrazar las laderas de los montes para hacerlas cultivables y talar zonas de bosque para utilizar la madera en la construcción de sus caserías o crear zonas de pasto para los ganados. De hecho, algunas de las terrazas que todavía hoy rodean determinadas barriadas tuvieron su origen en la Edad Media, como se pudo comprobar en las excavaciones que se realizaron en torno a Momoitio.

LA ALDEA CRECE A lo largo del siglo XI, esta organización del territorio en aldeas sufrió importantes transformaciones. Y es que las aldeas que hemos descrito, fundadas entre los siglos VIII y X, en ocasiones al margen de toda autoridad, fueron encuadradas en la organización parroquial diseñada por los condes, reyes y obispos del reino, lo que supuso que las viejas iglesias dejaron de administrar el bautismo o de enterrar a los difuntos, convirtiéndose en ermitas. Sólo unas pocas, precisamente aquellas que eran propiedad de importantes señores, pasaron a ser parroquias de las que dependía un amplio territorio integrado por las viejas aldeas convertidas en barriadas al perder autonomía, ya que los asuntos de gobierno y administración local se gestionaron desde las nuevas parroquias. No en vano, este territorio fue denominado primero monasterio y más tarde, a fines de la Edad Media, anteiglesia, antecedente de los municipios actuales.

Un ejemplo de este proceso lo encontramos en Elorrio. En 1053, los condes doña Leguntia y don Munio Sánchez fundaron San Agustín de Etxebarria, absorbiendo las aldeas de Memaia, Mendraka, Zenika, Gaceta, Berrio o Murgotio, cuyas necrópolis se abandonaron, por lo que la población que siguió viviendo en la zona se vio en la obligación de enterrar a sus difuntos en la nueva iglesia que había conseguido prestigio económico y social. Abadiño, Begoña, Etxano, Gorliz, Lumo, Mundaka, Zenarruza y otras iglesias propiedad de jauntxos locales se convirtieron también en parroquias en cuya demarcación se englobaron viejas aldeas.

En este paisaje rural de barriadas dependientes de otras más importantes surgieron en poco más de 150 años 21 núcleos urbanos o villas. La primera de las vizcainas fue Balmaseda, fundada en 1199, y las últimas, Errigoiti, Larrabetzu y Mungia, en 1376. Entre ambas fechas florecieron Bermeo, Durango, Orduña, Lanestosa, Otxandio, Bilbao, Portugalete, Markina, Lekeitio y otras, gracias a los fueros o cartas pueblas que el señor de Bizkaia, como máxima autoridad política del territorio, les otorgó para ampliar sus perspectivas económicas. Por ello, la mayor parte de estas concesiones beneficiaron lugares poblados con anterioridad, estratégicamente situados junto al mar o en encrucijadas de caminos que facilitaban las comunicaciones entre la meseta y los puertos del Cantábrico, lo que garantizaba la salida de la lana castellana hacia los nuevos centros manufactureros de Países Bajos, Inglaterra o Francia. Sólo las fundaciones más recientes tuvieron un carácter político y defensivo al objeto de reordenar la población rural y contrarrestar los ataques de los jauntxos locales que dificultaban el desarrollo del comercio.

Los nuevos núcleos se diferenciaron con nitidez de las aldeas vecinas, tanto por estar construidos de acuerdo a un proyecto urbanístico que requirió planificación y dirección, como por disponer de fueros propios. En el primer caso, las casas de los vecinos se agruparon en manzanas, que se distribuían en torno a una (como en Larrabetzu) o varias calles paralelas (desde tres, en Plentzia o Gernika, hasta siete, en Bilbao) atravesadas por estrechos cantones, protegidas por recias murallas, de las que quedan lienzos significativos en Bermeo, Orduña o Lekeitio.

Las fundaciones supusieron también la reordenación de la estructura viaria. De hecho, si hasta entonces no existía una jerarquización de los caminos sino una amplia red abierta que comunicaba las barriadas, a partir de entonces se señalaba expresamente que todos los caminos debían tener como referente el núcleo urbano recién creado.

Las cartas pueblas dispensaban a los pobladores urbanos del pago de impuestos y les concedían libertad para comerciar y organizar su gobierno de forma autónoma, por lo que atrajeron a pobladores de diferente procedencia: campesinos del entorno que buscaban mejores condiciones de vida escapando de la presión señorial; artesanos y mercaderes que aspiraban a consolidar su posición económica; judíos que trataban de practicar su fe y sus oficios; y ordenes religiosas (en especial, franciscanos) que, desde nuevas formas de espiritualidad, procuraron ganarse el fervor de los vecinos. Unos y otros desarrollaron actividades hasta entonces apenas relevantes: herreros, cuchilleros, espaderos, albarderos, zapateros, jubeteros, carpinteros, carniceros, escribanos, sastres, mercaderes, transportistas...

Las nuevas poblaciones experimentaron un crecimiento importante que provocó que en poco tiempo fuera necesario ampliar los recintos urbanos construyendo arrabales extramuros, en torno a los caminos de acceso a la villa (como Atea en Lekeitio o Abesua en Markina), a los almacenes de mercancías (Renteria en Gernika), a instalaciones artesanales (Las atarazanas en Portugalete) o a los conventos (San Francisco en Bermeo y Bilbao). Resultado de este proceso a finales de la Edad Media encontramos conformado el entramado básico de nuestros pueblos:

1. Unas aldeas cuyo origen remonta a los siglos VIII o IX, convertidas en barriadas como Miota, Gazeta, Mendraka o Momoitio en el Duranguesado; Otzerimendi, Arzuaga, Artea o Elgezua en Arratia; Gerrika, Arta, Bolibar o Iturreta en las cabeceras del Lea-Artibai; o Bermejillo y San Esteban de Karran- tza, en Enkarterri.

2. Unos núcleos de mayor entidad, articulados en torno a importantes iglesias refundadas en los siglos XI y XII y que serán las cabezas de las anteiglesias de la Edad Moderna, precedentes de los centros neurálgicos de los actuales municipios como Abadiño, Busturia, Mungia, Getxo o Gorliz.

3. Unos centros urbanos planificados, cercados de murallas y dotados de fueros especiales o cartas pueblas concedidas por los señores de Bizkaia entre los siglos XIII o XIV, como Bilbao, Bermeo, Plentzia, Ondarroa y otros citados más arriba.

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