Rodrigo Díaz, más allá del mito

24/12/06 .- Diario de Ávila digital

Nueve siglos después de su muerte, el Cid, a caballo entre la leyenda y la realidad, mantiene su lugar en el imaginario colectivo como uno de los grandes héroes universales de la Edad Media



Segunda mitad del siglo XI. España está dividida entre los reinos taifas musulmanes y los territorios gobernados por monarcas cristianos. En Vivar, un pequeño municipio cercano a Burgos, Teresa Rodríguez, esposa del infanzón Diego Laínez, trae al mundo al pequeño Rodrigo Díaz, quien debió pasar su infancia y adolescencia recorriendo los dominios territoriales y señoriales de su padre, que se extendían por los valles de los ríos Urbel, Ubierna y Brullés, al norte de la provincia burgalesa.

Su destino tenía prisa por alcanzarle, de modo que el de Vivar ingresó muy joven en la Corte de Fernando I, Rey de Castilla y León, a quien sirvió hasta la muerte del monarca, en 1065. En su testamento, dividió el Reino entre sus hijos, otorgando Galicia a García, León a Alfonso, la plaza de Zamora a Urraca y Castilla a Sancho. Fue, por tanto, a éste último a quien continuó sirviendo el Cid, «participando en todas las batallas donde se ventilaban las desavenencias de los herederos de Fernando I», explica Javier Peña, estudioso del Cid y profesor de Historia Medieval en la Universidad de Burgos.

Integrado en el ejército de Sancho II de Castilla, luchó contra Alfonso en las batallas de Llantada y Golpejera, en Palencia, así como en el cerco de Zamora, donde el traidor Bellido Dolfos asesinó a Sancho el 6 de octubre de 1072, provocando un brusco cambio de rumbo en la historia del Reino, que pasó a manos de su hermano, Alfonso VI de Castilla. Todavía está en pie en Zamora una puerta de la muralla, llamada Portillo de la Traición, por la que pudo escapar el asesino refugiándose en el interior de la ciudad.

Tras el trágico suceso y sin que mediara Jura de Santa Gadea alguna –hecho que pertenece a la leyenda y que relata cómo el Cid obligó a Alfonso VI a jurar que no había tenido nada que ver con la muerte de su hermano- el de Vivar mostró su lealtad a al nuevo Rey, «con el que colabora estrechamente en el gobierno del Reino castellano-leonés», continúa Javier Peña. Es durante este periodo cuando Rodrigo Díaz, con el beneplácito del Rey, celebra su matrimonio con Jimena, ilustre dama de la aristocracia asturiana, con la que tuvo tres hijos: Cristina, María y Diego. A este respecto, existe una extendida tradición, que carece de credibilidad histórica, para Javier Peña, según la cual el Cid se habría casado en Palencia, en concreto en la antigua iglesia de San Miguel, ciudad donde tendría una casa solariega y en la que habría promovido la fundación de un hospital y una iglesia.

Al servicio del monarca, el Cid recorrió durante unos años la geografía de la actual Castilla y León como integrante de la Corte ambulante de Alfonso VI. Sin embargo, las tranquilas relaciones entre el Rey y su vasallo Rodrigo se quebraron a raíz de la intervención del Cid en tierras de la taifa toledana sin permiso de su señor, lo que le valió la pena del destierro en 1081. A partir de aquí, «la imagen del solar castellano se irá borrando poco a poco de la memoria del Campeador, pues apenas volverá a pisarlo efímeramente entre los años 1087 y 1088, antes de alejarse definitivamente de su tierra, a la que solamente volverá, ya cadáver, dos años después de su muerte».



Señor de Valencia. Pero antes de morir, el Cid alcanzó la gloria militar, premio a una larga trayectoria de batallas y victorias, y asumió el título de Señor de Valencia, tras la conquista de esta ciudad. Así, el humilde infanzón castellano vio recompensados sus esfuerzos en la guerra con el gobierno de las tierras valencianas, de cuya capital se proclamó príncipe soberano en 1094.

Éste es, precisamente, uno de los episodios más asombrosos de la vida del Cid, a juicio de José Luis Corral, escritor y profesor de Historia Medieval en la Universidad de Zaragoza: «Fue el único caballero independiente, sin sangre real, de nobleza baja, un infanzón de segunda fila, que logró convertirse en un gran señor de un gran reino». Además, «fue Señor de Valencia sin encomendarse a nadie, sin ponerse bajo la protección de ningún rey, lo que demuestra un espíritu independiente completamente revolucionario para el siglo XI».

Para José Luis Corral, el Cid fue «el representante genuino de una época convulsa», un «caballero de frontera» que vivió «a caballo entre dos mundos en confrontación: un Islam que se estaba desmontando y un Cristianismo que empezaba a imponerse». En este complejo contexto, Rodrigo Díaz luchó y conquistó territorios para la Corona de Castilla y León, pero también puso su espada al servicio de las taifas musulmanas cuando sufrió el destierro de su patria. Así, el escritor recuerda que el Cid estuvo al servicio de los reyes de las taifas de Zaragoza durante seis años y, como tal, luchó contra los monarcas cristianos. Un hecho que, lejos de ser singular, fue «una práctica habitual entre los siglos XI y XII», aunque ninguno de los combatientes de la época alcanzó la fama universal y legendaria del Cid.



Desvirtuado. Y es que, probablemente, Rodrigo Díaz de Vivar sea uno de los personajes históricos españoles más envueltos en leyenda. A través de los siglos, desde la publicación del Cantar de mio Cid, mucho se ha escrito sobre este caballero heroico, y gran parte de lo dicho ha fomentado el mito en torno a su figura, en lugar de ahondar en los hechos históricos. Tampoco la película dirigida por Anthony Mann en 1961, y protagonizada por Charlton Heston y Sophia Loren, ayudó a conocer al verdadero Cid, más bien al contrario, contribuyó a divulgar una imagen idílica e irreal del guerrero castellano.

Así lo reconoce José Luis Corral, quien admite que «entre la película, el Poema y los romances se ha desvirtuado bastante la figura del Cid, dejando un personaje completamente distinto al que fue». También la propia historia ha ido «manipulando» la verdadera identidad de Rodrigo Díaz, que en el franquismo, por ejemplo, se quiso imponer como un «representante genuino de los valores familiares y cristianos», algo que no fue.

Por eso, Corral ha tenido que trabajar duramente para deshacer todos los elementos mitológicos y limpiar la imagen del Cid hasta poder construir su biografía. Su novela El Cid (2000) es, junto con la obra El Cid histórico (1999), del historiador Gonzalo Martínez Díez, una de las más reputadas sobre esta figura. «En El Cid se resumen una serie de sentimientos que son eternos y universales: el de la superación de sí mismo, la esperanza y el saber imponerse sobre un destino que ya tenía predicho», afirma Corral.

Por su parte, el historiador burgalés Gonzalo Martínez Díaz señala que las tres grandes creaciones universales de la literatura española son el Cid, el Quijote y el Tenorio, aunque sólo el primero admite una biografía rigurosamente histórica puesto que, desprovisto de leyendas y cantares de gesta, Rodrigo Díaz de Vivar «fue un magnate castellano que, desterrado de su tierra burgalesa, con sólo su espada, supo crearse un principado en Valencia, tan importante o más que alguno de los reinos cristianos coetáneos», expone en su biografía cidiana.



El regreso. Y allí, en tierras levantinas, lejos de su Vivar natal, fue donde terminó la vida del Cid, dando paso al inicio de la leyenda. Su muerte se fecha el 10 de julio de 1099, si bien los motivos que la causaron difieren entre una herida de guerra mal curada e incluso una depresión por haber perdido una batalla. Contaba, posiblemente, con apenas 50 años, «una edad normal para la época, más todavía para un guerrero que se había curtido y entregado generosamente en el campo de batalla», explica Javier Peña, profesor de Historia Medieval de la Universidad de Burgos.

La primera sepultura del Cid se ubicó en la Catedral de Valencia, ciudad que, a su muerte, continuó administrando su esposa Jimena. Sin embargo, dos años después, explica Peña, «los almorávides retoman la agresividad sobre el principado de Valencia», por lo que se prepara el regreso a Castilla de los restos del Campeador para impedir su profanación y se trasladan al Monasterio de San Pedro de Cardeña (Burgos), donde yacerá también Jimena a su muerte, en 1104.

Tras diversos expolios en el siglo XIX y un destierro póstumo por Europa, los restos de Rodrigo y Jimena regresaron al centro del crucero de la Catedral de Burgos, donde hoy permanecen bajo una austera losa de mármol. Desde allí, el guía local Luis Antolínez sorprende a turistas y curiosos cuando les anuncia tajantemente que el Cid es el «padre de toda la Monarquía europea». Así, a través de la línea sucesoria de su hija Cristina Rodríguez, Luis Antolínez asegura que el Príncipe Felipe es descendiente del Campeador, al igual que la Reina de Inglaterra o el Rey de Noruega, entre otros. «Si no es así, que me demuestren lo contrario», sostiene orgulloso.

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